Thursday, September 1, 2011

QE3

El segundo fracaso de Bernanke

Juan Ramón Rallo

Que ahora se prometa una QE3 es la prueba más inequívoca de que sus dos ediciones anteriores fracasaron estrepitosamente. De no haberlo hecho, hoy no habría necesidad de ninguna QE3.

Después del fracaso de la Quantitative Easing 1 (QE1) vino la Quantitative Easing 2 (QE2) y, tras el fracaso de la Quantitative Easing 2, llega la Quantative Easing 3 (QE3). Y sí, hablo de fracaso. Pues Bernanke adoptó la QE1 para lograr que la economía se recuperara y, como no lo consiguió, implantó la QE2 con idéntico objetivo. Que ahora se prometa una QE3 es la prueba más inequívoca de que sus dos ediciones anteriores fracasaron estrepitosamente. De no haberlo hecho, hoy no habría necesidad de ninguna QE3.

El problema de fondo ya lo hemos comentado en más de una ocasión. Keynesianos y monetaristas están obsesionados con estabilizar o incrementar el nivel de gasto de una economía, pues así, reputan, se estabilizará el nivel de producción y de empleo. Ahora bien, una economía puede desarrollar patrones de especialización insostenibles que hagan imprescindible su reestructuración. Por ejemplo, España está adaptada para producir 800.000 viviendas anuales, pero no necesitamos tal volumen de ladrillo. En cambio, es menester que nuestras empresas se readapten para exportar más, de modo que podamos devolverles a alemanes y franceses el dinero que nos han prestado y que hemos dilapidado en la burbuja inmobiliaria.

Como es obvio, mientras una economía se reajusta, su volumen de gasto tiende no a estabilizarse, sino a minorarse, por el simple motivo de que su producción se reduce hasta que el reajuste se complete. O dicho de otro modo, si somos más pobres (producimos menos), también gastaremos menos... al menos hasta que volvamos a ser más ricos (produzcamos más). Los monetaristas proponen que, ya que la producción cae, es recomendable incrementar la cantidad de dinero en circulación para que así el gasto nominal de los agentes no se reduzca (aun cuando sí lo haga el gasto en términos reales).

Pero esto acarrea un nuevo problema: los bancos centrales no crean dinero al estilo del minero que extrae oro, sino que se limitan a conceder créditos (son esos créditos los que luego los prestatarios utilizan como dinero). Por tanto, esos nuevos medios de pago no se distribuyen uniformemente por toda la economía, elevando de manera presuntamente neutral los precios, sino que incrementan las posibilidades de gasto de algunos agentes muy concretos –el Gobierno–, distorsionando así los precios relativos y la estructura empresarial de la economía. No otra cosa son las QE: monetizaciones de deuda pública por parte de la Fed (préstamos ventajosísimos al Tesoro estadounidense) que han permitido al Gobierno de Obama promover inutilísimos programas de estímulo y de obra pública que sólo han retrasado la recuperación. Para que nos hagamos una idea, más de un tercio de toda la deuda emitida por el Tesoro estadounidense desde 2009 ha sido monetizada por la Fed.

Las implicaciones de esta política inflacionista son numerosas y ninguna de ellas demasiado positivas: la Reserva Federal degrada enormemente su liquidez, poniendo en riesgo la aceptabilidad del dólar como reserva de valor; los tipos de interés se mantienen bajos de manera artificial, retrasando el ritmo del necesario desapalancamiento de los agentes; el endeudamiento público sigue cebándose, socavando la solvencia del Gobierno para amortizar su deuda sin quitas o devaluaciones; el escaso capital de la economía se dilapida en proyectos que destruyen valor y que no son sostenibles en el tiempo (como el Plan E estadounidense); y los precios relativos de la economía se distorsionan, lo que retrasa la recolocación de los factores a los proyectos más urgentes para completar el reajuste empresarial.

La QE2 fracasó a principios de año cuando las materias primas se dispararon a máximos de 2008. Durante la década pasada se invirtió demasiado en ladrillo y demasiado poco en materias primas. En consecuencia, tenemos un cuello de botella en la producción de estas últimas que estrangula el crecimiento mundial. Gastar más sin resolver antes este cuello (mediante la búsqueda de nuevas minas o yacimientos de petróleo, la construcción de nuevas refinerías y cargueros, la reconversión del campo a una agricultura más competitiva y productiva, o la investigación de nuevos materiales y fuentes de energía) sólo provocará hinchazones autorreversibles que erosionan el crédito del Gobierno y amenazan con incrementar los impuestos futuros.

Bernanke le está concediendo créditos a Obama para que pueda gastar sin ton ni son. Ni uno ni otro se dan cuenta de que lo esencial para lograr la recuperación es que EEUU –y el resto de sus socios comerciales– reajuste sus estructuras empresariales para crear patrones de especialización que sean sostenibles en el tiempo. Simplemente tiran de deuda para mantener a flote los negocios caducos durante un poco más de tiempo. La QE3 servirá para lo mismo que la QE2: para acentuar el cuello de las materias primas, elevar su precio, distorsionar los precios relativos y los tipos de interés, y añadir algún que otro billón de deuda a las sufridas espaldas de los estadounidenses. Bravo, Bernanke, Obama y quienes los apoyan se están cubriendo de gloria.

Juan Ramón Rallo es doctor en Economía, jefe de opinión de Libertad Digital y profesor en el centro de estudios Isead. Puede seguirlo en Twitter o en su página web personal. Su último libro es Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009).

La culpa es del liberalismo

UNA CRISIS Y CINCO ERRORES

La culpa es del liberalismo

Por Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo

En uno de sus cuentos Borges refiere las aventuras de un misionero escocés que en tierras remotas predica el cristianismo ante unos reticentes aborígenes que rehúsan abandonar a sus hechiceros, a los que consideran todopoderosos porque son capaces de transformar a los hombres en hormigas. El misionero se niega a creerlo, y los nativos replican que se lo van a demostrar. A continuación le enseñan ¡un hormiguero!
Esta misma chocante actitud, que pretende ver hechos en lo que sólo son prejuicios, ha predominado nuevamente a propósito de la crisis económica que, iniciada a mediados de 2007 en Estados Unidos, se extiende hoy a buena parte del mundo. Por todas partes los ciudadanos reciben el mismo mensaje: la crisis se ha producido porque los Gobiernos han renunciado a gobernar, han abdicado de sus responsabilidades, se han retirado o se han reducido, dedicándose a privatizarlo todo y a desregularlo todo, concediendo así a sus súbditos una libertad excesiva que éstos no han podido o no han sabido administrar correctamente. La crisis, pues, probaría que el culpable político es el liberalismo.

El neoliberalismo

El liberalismo rara vez es mencionado por este nombre, porque lo habitual es que se utilice la expresión neoliberalismo como el gran chivo expiatorio de los males de la humanidad. Sin embargo, la definición de neoliberalismo tiene por regla general sólo dos posibilidades: o quiere decir cualquier disparate o quiere decir el liberalismo de toda la vida, con lo cual el prefijo neo resulta prescindible.

La expresión neoliberalismo se generaliza en los noventa, pero su origen, aunque no está del todo claro, sí es claramente anterior, y se habló de neoliberalismo en los años treinta, si no antes. No entraremos aquí en esta historia, donde se mezclan consideraciones puramente analíticas con consideraciones de oportunidad política o de otro tipo, aunque sí cabe constatar tristemente la habitual maestría retórica del antiliberalismo, que hace que en el idioma inglés la palabra liberal signifique socialista, o que para nuestros socialistas el liberalismo de los liberales sea falaz conservadurismo y que el liberalismo genuino sea en realidad socialista. Estas trampas las efectuaron desde antiguo algunos liberales contra sí mismos. Por ejemplo, en los años cuarenta un grupo de destacados liberales alemanes emprendió uno de los tantos intentos que ha habido de armonizar libertad y coerción, y pretendió defender la economía de mercado pero también la intervención del Estado para proteger la libertad y propiciar la justicia social, probablemente la ficción política contemporánea más extendida y también más peligrosa, porque arrebatar a los ciudadanos lo que es suyo nunca puede ser justo. Estos destacados liberales alemanes procuraron separarse del liberalismo decimonónico, al que acusaron, típicamente, de ser demasiado radical y haber dado lugar a empresas amenazantes, porque su poder rivalizaba con el de los estados, cuya misión, por tanto, no podía ser mantenerse al margen, sino que debían intervenir para garantizar la competencia. Fue la llamada «economía social de mercado», que siendo antisocialista también fue anticapitalista y plasmó nuevamente, como se había hecho antes y se haría después hasta nuestros días, la cálida fantasía de que el objetivo es un delicado equilibrio entre Estado y mercado, entre comunidad y persona, entre razón y voluntad, entre justicia social y liberalismo, es decir, el equilibrio engañoso entre coacción y libertad, que elude la consideración de que el Estado, y sólo él, es el monopolista de la violencia legítima, con lo que no puede ser tratado como si fuera una simple parte de una transacción. Ese liberalismo de raíces germánicas, que algunos llamaron neoliberalismo, ignoró esta dificultad, como ha sucedido sistemáticamente, y desapareció por la sencilla razón de que se convirtió en el credo universal: todos los políticos de todos los partidos de todos los países pasaron a compartirlo y de hecho lo comparten hoy.

Un fragmento del Muro de Berlín.Cuando a finales del siglo XX se volvió a agitar el neoliberalismo, la situación había cambiado, en particular a partir de 1989, cuando un colapso político sacudió profundamente a muchos intelectuales que habían destacado por defender el comunismo o por matizar sus deficiencias.

La caída del Muro de Berlín debió ser saludada como lo que fue: una de las mejores noticias desde el principio de los tiempos. Se agotaba, en efecto, el sistema político más brutal que haya padecido la humanidad, responsable de la muerte de cien millones de trabajadores y de la opresión y el empobrecimiento de miles de millones.

Jamás obtuvieron los comunistas el respaldo de los pueblos, y por eso tomaron el poder por la fuerza y establecieron las dictaduras más sanguinarias, que no por ello arredraron a escritores y artistas, que los respaldaron con gran entusiasmo y, por tanto, se sumieron en la zozobra y el desconcierto cuando el derrumbe del Muro exhibió ante los ojos de todos el carácter metódicamente criminal del llamado "socialismo real".

Esto explica la extraordinaria respuesta que tuvo la crisis del comunismo: en lugar de desatar una ola de alegría y felicidad, desató una ola contraria. El planeta, se nos aseguró a través de los medios de comunicación y en las voces de los principales pensadores, no había recibido una buena nueva, sino una malísima: se iba a imponer la asfixiante hegemonía de Estados Unidos y las empresas multinacionales, aumentarían la pobreza y la desigualdad, la degradación de la naturaleza y del medio ambiente, y hasta la diversidad mental sería arrasada por la uniformidad intelectual del llamado "pensamiento único". Todos estos desastres se iban a producir como consecuencia de la globalización y el neoliberalismo.

Fueron pocos los que protestaron ante tan fabulosa distorsión. En efecto, la hegemonía opresiva, la pobreza, la desigualdad, la destrucción ecológica y la imposición de un solo pensamiento no eran amenazas futuras, sino precisamente los ingredientes fundamentales del resquebrajado comunismo, cuyos partidarios optaron por ocultarlos y rápidamente se los endilgaron al mundo no comunista, donde no habían existido, ni existían, ni iban a existir en un grado comparable.

Esta operación de propaganda, jaleada como siempre por el grueso del denominado "mundo de la cultura", era una mentira tan flagrante que sus partidarios no pudieron persistir en ella sin costes de todo tipo, incluidos los políticos. De ahí el júbilo que la crisis actual ha provocado en tantos intelectuales: por fin pueden dar rienda suelta al resentimiento que abrigaban tras el fracaso del comunismo, al que se habían unido también los costes del intervencionismo en muchos países democráticos en términos de impuestos y de paro. La crisis económica de 2007 en adelante parecía dar la razón por fin a quienes habían augurado desde 1989 infinitas desgracias que aún no se habían producido. El neoliberalismo era efectivamente el peligro que tantas Casandras venían anunciando. Los datos estaban ahí, ratificadores como el hormiguero para los nativos del cuento de Borges.

El marxismo en las guerras civiles europeas

Discrepancias con Payne (3)

El marxismo en las guerras civiles europeas

Pío Moa

&quote&quoteSi las religiones tienden a la aceptación y al apaciguamiento social, estas ideologías generan una profunda insatisfacción y sentimientos de rebeldía, al suscitar brillantes (o desmesuradas) expectativas sociales.

Si las revoluciones y guerras civiles han sido muy frecuentes en la historia y en las culturas más diversas, con la modernidad han tomado un carácter por así decir más sistemático. Ello se debe a unas ideologías generadoras de brillantes (o desmesuradas) expectativas sociales y que han ocupado muchas veces una especie de función religiosa al revés. Pues si las religiones tienden a la aceptación y al apaciguamiento social, estas ideologías generan una profunda insatisfacción y sentimientos de rebeldía, al suscitar tales expectativas, basadas en concepciones de la sociedad y de la historia más o menos discutibles o abiertamente falsas. Impulsos aparecidos con la revolución francesa y que alcanzaron en el marxismo su formulación más exigente y a su modo racional. El marxismo, como señaló Lenin, es una doctrina para la guerra civil.

La mayoría de los libros de historia prestan poca atención a esta cualidad de las ideologías, dando por hecho que el lector sabe lo suficiente de ellas, lo que no suele ocurrir. Quizá el libro de Payne habría ganado con una exposición que permitiera entender de antemano qué es el marxismo o el fascismo, incluso el liberalismo, o al menos cómo los considera el autor. Porque, además, los enfoques de esas ideas varían mucho de un autor a otro. El laberinto español de Gerald Brenan, por ejemplo, fue en su tiempo muy apreciado por su exposición de las corrientes políticas dentro de la II República. La explicación era superficial y a mi juicio errónea, pero el método no podía ser más adecuado como intento de explicar los conflictos de la época. Eso me llevó a tratarlos de otra manera en mi libro El derrumbe de la República, en capítulos sobre el anarquismo, el falangismo, el marxismo, el republicanismo, el conservadurismo o los separatismos.

Como quiera que sea, el marxismo se convirtió, a partir de la Revolución bolchevique, en un factor muy influyente, incluso el más influyente, en los conflictos europeos (y de otros continentes), por dos razones al menos: porque la experiencia rusa parecía demostrar que el socialismo totalitario pregonado como panacea por las corrientes utópicas del siglo XIX y anteriores, podía triunfar en la práctica. Y podía funcionar, aun si a un coste elevado, achacado a la hostilidad de las potencias reaccionarias. Y en segundo lugar porque generaba revoluciones de reacción, por así llamarlas siguiendo a De Maistre. Aunque cabe especular sobre si los fascismos y regímenes autoritarios de la época pueden entenderse como reacciones al comunismo o como impulsos sociopolíticos independientes, o en qué grado serían una cosa y otra.

En La Europa revolucionaria, esas ideologías vienen a ser enfocadas no desde sus concepciones generales y propuestas, sino desde sus efectos, especialmente la violencia y las masacres de población civil. Pero no hay ideología, incluyendo la demoliberal, que no tenga en su haber considerables matanzas, y cabría discutir si ellas definen el valor real de las ideologías o por el contrario deben considerarse un coste lamentable pero inevitable en la construcción de un mundo mejor. Y hasta podría dar lugar a otro debate filosófico sobre el valor de la vida humana como criterio histórico y, más aún, qué se entiende por tal valor y quién lo definiría.

Hay otro punto que señalaré aquí, sin entrar a discutirlo: ¿qué decir de movimientos como el concretado en el "mayo francés" del 68? ¿Se los puede considerar una revolución? Desde luego no han dado lugar a guerras civiles, aunque sí a graves disturbios; pero ha sido realmente profunda su impronta –muy posiblemente nefasta– sobre actitudes sociales y políticas posteriores.

La lenta reconstrucción del Muro de Berlín

Intervencionismo de EEUU

La lenta reconstrucción del Muro de Berlín y la triple derrota liberal

Federico Jiménez Losantos

Si se premia a los que merecen castigo y se castiga a quien no lo merece, no es lógico pensar que el resultado sea positivo para la economía, para la política y para la ética.
La decisión de las instituciones políticas y económicas de los USA para comprar la mala deuda, es decir, la malversación y el despilfarro de ingentes cantidades de dinero supuestamente protegido por los reguladores y las infinitas leyes y controles existentes es uno de los golpes más duros que se hayan asestado nunca al liberalismo económico y político. Tan fuerte y tan de fondo es el golpe que no me parece exagerado decir que ha empezado la lenta reconstrucción del Muro de Berlín. Y no en Berlín, claro, sino dentro de Washington y de todo el sistema que supuestamente había vencido en la Guerra Fría.
A lo largo de las próximas semanas, meses y tal vez años, seguiremos analizando –y espero que en LD lo hagamos a fondo- el cómo y el porqué de esta decisión tomada in extremis y, acaso lo más grave, por consenso de los dos partidos norteamericanos que se disputarán en mes y medio la Casa Blanca. Qué significa ideológicamente esta medida de un intervencionismo sin precedentes lo demuestra la celeridad con que Obama la ha abrazado y el desconcierto, disfrazado de asentimiento, de la candidatura McCain-Palin. Es imposible mantener una lucha en defensa de los valores en una sociedad que premia al estafador y condena al estafado, por lo menos a pagarle la fianza para que no entre en la cárcel. Es difícil mantener un discurso de control y limitación del gasto público cuando todo el sistema financiero es una gigantesca máquina de destrucción de ahorro y de exaltación de un capitalismo de Estado, a cuya sombra se permite, de algo hay que vivir, una cierta economía de mercado, pero en régimen de libertad vigilada. Pero sujeta, de algo hay que morir, a las necesidades de un consenso estatista generalizado que ha abolido la responsabilidad como el valor inexcusable de la actividad económica.
Yo no sé, y nunca lo sabremos, si una cadena de quiebras gigantescas habría sido peor que esta intervención americana en defensa de todos los timadores político-financieros del mundo. Tampoco sabremos si habría sido mejor que lo que nos espera, que a mi juicio no puede ser bueno de ninguna manera. Lo razonable, desde el punto de vista liberal, es una lenta reconstrucción del escenario de ruina financiera internacional que se había dibujado ya con toda claridad. Si se premia a los que merecen castigo y se castiga a quien no lo merece, no es lógico pensar que el resultado sea positivo para la economía, para la política y para la ética. En este orden, sin duda.
Y temo que mucho más aún en el orden inverso: ética, política y economía. En lo ético, porque se premia de hecho la falta de ética a un nivel planetario y porque limitará a lo religioso y moral, abandonando la pretensión de controlar y limitar el descontrol de la Administración, cualquier protesta contra el saqueo de los bolsillos de los ciudadanos por una casta político-mediático-financiera que convertirá a mucha gente en antisistema. En lo político, porque el consenso socialdemócrata e intervencionista no sólo se va a reimplantar como paradigma único para todos los países avanzados, sino que incluirá el modelo estafador y delincuencial de un cierto tipo de dirigente político entre Clinton y Zapatero, entre Arkansas y México DF, entre Georges Soros y Carlos Slim.
Y en lo económico porque deja como únicas alternativas a corto plazo las tres que han fracasado en el siglo XX: el intervencionismo socialista a máxima escala, que ha sido el comunista; el socialismo a escala más limitada, que han sido el fascismo mussoliniano y la socialdemocracia; y el estatalismo proteccionista de derechas, que no deja de ser una variante de socialismo. En resumen: una triple derrota de la libertad; un paso que parece irreversible hacia el abismo de lo política y económicamente correcto; una catástrofe.

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