Wednesday, November 30, 2011

El éxito del secuestro

Las cifras oficiales de secuestros en México son muy menores a los numerosos casos de plagios percibidos por los ciudadanos. Aquí, dos historias ratifican la impunidad de los delincuentes.


Interior de una casa de seguridad en el Estado  de México.
Interior de una casa de seguridad en el Estado de México. Foto: Mónica González
“El aumento exponencial de los casos de secuestro va desgarrando lentamente el tejido social de México. Pocos pueden sentirse alejados del miedo de padecerlo. En Colombia ya lo vivimos, y duele muchísimo saber que infinidad de casos quedan en el olvido por el miedo a la denuncia o por negligencia de las autoridades”, explica Herbin Hoyos, director de Voces del secuestro, programa radial que lleva 15 años emitiéndose por Cadena Caracol y es líder regional en la defensa de los derechos de las familias damnificadas.
Según el especialista, el peor peligro que enfrenta México se relaciona con la falta de madurez de la comunidad para encarar una temática tan compleja. “La gente debe animarse a denunciar y los medios son la mejor herramienta para ello; es la analogía eterna, aquella del huevo o la gallina. Y en esto no queda otra alternativa que cruzar el umbral y enfrentar los peores miedos que podamos tener”, reflexiona, y luego agrega: “Chequen las estadísticas y saquen sus conclusiones. ¿Creen que hay pocos casos de secuestros en México?”.


Las palabras de Hoyos apuntan al último reporte del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), donde se apunta que en el primer semestre del 2011 hubo un incremento de seis por ciento respecto a las cifras registradas en 2010. En total fueron 40 plagios más; de 652 subió a 692 el número de secuestros a nivel nacional. “Es irrisorio querer defender esas cifras. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y varias ongs suelen repetir que apenas dos de cada 10 personas realizan los trámites correspondientes para iniciar las investigaciones. A su vez, las amenazas que recibe el personal de esas organizaciones obliga a disminuir el radio de acción, y toda la situación se distorsiona”, aclara Eruviel Padilla, activista ciudadano de Nuevo León.
Ajena a la frialdad de las cifras, la realidad mexicana es mucho más obvia que los informes gubernamentales. De un tiempo acá las charlas de amigos se llenaron de anécdotas sobre balaceras y levantones. Todos dicen conocer a alguien que fue secuestrado. “Te conté lo de Manuel, se chingaron al papá...” o “Ya lo tenían checado y lo agarraron saliendo del jale”, son algunas de las frases que se repiten entre familiares, amigos o círculos laborales a todos los niveles.
M Semanal tuvo acceso a dos de estos relatos, tan disímiles como relevantes. Ambos son testimonios reales.

Grabación del programa Voces del secuestro, conducido por Herbin Hoyos.
Grabación del programa Voces del secuestro, conducido por Herbin Hoyos. Foto: Jacob Silberberg
LEVANTONES PARA TODOS
“Me quería morir y terminar con todo. No aguantaba más. Me estaba volviendo loco y esos putos sabían que había llegado a mi límite. Al principio no me di cuenta, pero al rato ya estaba cantando canciones infantiles yo solo. Neta, veía en mi mente partidos de fútbol y al Perro Bermúdez conmigo gritándole a la tele. Yo saltaba y le pedía más cheve a otro compa que asaba carne. Éramos como noventa en mi depa de un ambiente. Había mujeres, rostros de compas muertos, todo tan raro que no podía ser verdad. A los pocos días supe que alucinaba mientras me tenían amarrado y sin tomar una gota de agua. ¿Sabes lo que se siente pasar cuatro días sin agua? Es casi imposible. Y digo casi porque estoy vivo y contándolo. Qué Discovery ni qué programas de supervivencia, que se dejen de joder con esas mamadas; quisiera ver a esos batos amordazados y tapados con un cobertor dentro de un cuarto con más de 40 grados de calor. Primero, la boca se te pone seca; después, fuerzas para tragar saliva y te duele la cabeza. Y así vas avanzando, con dolores en el cuerpo hasta que pierdes la noción del tiempo y la sensibilidad”.
Adrián cierra los ojos y respira la brisa del atardecer regiomontano. Se cansa de seguir contando. Con las manos toca los pastos ya crecidos del área común del Centro de Readaptación Social (Cereso) de Apodaca, Nuevo León. “Cálmate, güey, ni que fuese para tanto”, le reclama Saúl, chaparro, moreno y su compañero de celda desde hace dos meses. “Déjame, necesito sentir esto antes de seguir”, responde Adrián, enojado. Pasa un minuto y el salmo evangelista que sale de las bocinas del centro finaliza por fin. La carpa improvisada para las charlas religiosas se vacía. Saúl mira a su amigo y le insiste para que termine.
“Ya sabes cómo es este pedo. Si te las das de malandro entonces aguanta vara. Todos sabemos que vamos a terminar muertos o en el bote, o peor. Esta pinche guerra no respeta a nadie, ni clases, ni sexo ni bandas. Hace dos años me reclutaron para vender droga. Llegó un grupo armado y no me dejó opción: o les daba 500 mil bolas o les movía la mercancía. Sabían que yo jalaba en eso desde muy chavo y tenía contactos. Fue imposible decirles que no y ahí sellé mi suerte. Primero fueron varias bolsas, luego kilos y meses después tenía ya a cinco personas ayudándome con el mandado. Una noche faltó lana. Uno de mis trabajadores se hizo güey y desapareció con la recaudación de su punto. Horas después llegaron como seis con armas largas y me subieron a la troca. Pensé que me mataban ahí, pero no. Me hicieron acompañarlos en dos operativos para levantar otra raza y después nos dejaron en un edificio del centro. Ya estaba vendado y me apretaron las muñecas con los cinchos que usan los militares.
“Me gritaron: ‘¿Y la lana? ¿Qué pedo con el dinero? Si te lo robaste te perdonamos’. Estaba sentado pero me habían cubierto el cuerpo con cinta plástica. No me podía mover y cuando me desesperaba perdía el conocimiento por la fuerza que hacía para estirarme. Y luego los bates… no manches, me pegaron mil veces en la espalda, sentía que me molían los huesos. Cada güey que pasaba se divertía así conmigo. Parecía que habían apostado sobre quién lograba quebrarme y obtener algo de información. Eran muy buenos haciendo eso; mal paridos, pero buenos. Te fuerzan hasta que te revientas. No conozco nadie que aguante esa chinga. Conmigo su tarea duró varios días y noches. Dispararon sus escuadras en mis oídos y pusieron música a volúmenes altísimos. Hasta hoy oigo zumbidos. Y el agua, lo que te contaba antes, fue lo peor, porque desde el primer día hasta que me largaron no me dieron nada. Creo que al final ya ni sentía los golpes, mi cabeza estaba ausente. Deliré, las incoherencias le ganaban a la lucidez. Mientras me tenían siento que vi muchas cosas pero de varias desconfío. Charlas entre jefes, otros secuestrados que gritaban de dolor y mucha gente. No sé con certeza qué sí pasó, pero comprendo que estoy vivo de milagro. Dios me dio otra oportunidad y ahora quiero recuperar el tiempo desperdiciado”.
“¿Cómo te largaron?”, pregunta ansioso Saúl. Era la primera vez que Adrián se había animado a confesar el origen de sus cicatrices.
“Tan fácil. Me subieron a la troca y me dejaron en la carretera nacional. Bien anca su madre y todo sucio. Agarré el camión y dos días después la Marina reventó mi depa. También me pegaron, amordazaron, robaron algunas cosas de valor y llamaron a los federales para repetir otra vez la misma chinga. Luego me trajeron aquí. Eso fue todo”.

Presentación de Aarón Bosques Montes,  <i>El Chico</i>, líder de la banda de secuestradores  <i>Los Gitanos</i>
Presentación de Aarón Bosques Montes, El Chico, líder de la banda de secuestradores Los Gitanos Foto: EFE
SANGRE TRAICIONERA
“Usted tendría que trabajar para nosotros. Piénselo y si quiere se suma a nuestra gente. Es que usted está cabrón, oiga. Ninguno de mis muchachos lo pudo quebrar”, dijo entre risas un hombre que no superaba los 30 años. El señor que tenía secuestrado no parecía asustado, y las bromas que lanzaba sin cesar contra sus captores los desorientó primero y luego los terminó ganando. Adentro, el cuarto olía a rancio. La humedad del aire lo volvía pegajoso. Quizás era de noche. La única señal que Alejandro Esparza tenía del tiempo era el cambio de turno de sus captores: cuanto más tarde en el día más drogados estaban, y gritaban y se peleaban entre ellos por cualquier tontería. “Ya déjenme. Lograron lo que querían y las propiedades están a su nombre”. Le dolían las manos pero no se quejaba. También tenía hambre. Estaba harto, angustiado, y la pesadilla que vivía desde hacía cinco días lo llevó hasta límites que nunca imaginó aguantar.
Una semana atrás, Esparza estaba ocupado con sus negocios inmobiliarios. La vida giraba en torno a su familia y a los préstamos que empujaban el crecimiento de su empresa en Monterrey. Desde hacía años todas sus acciones apuntaron a maximizar sus ganancias, pero su mundo comenzó a debilitarse por el lugar menos pensando: su hermano Raúl, fallecido hacía dos años, tenía seis hijos. De todos ellos, Adrián, el menor, era el que más envidiaba al tío más exitoso de los Esparza. Adrián aprovechó el conocimiento que tenía sobre las finanzas de su tío y a mediados de 2010, días antes de que el empresario cerrara un acuerdo millonario con una inmobiliaria foránea, una camioneta blindada lo visitó en su casa. Al asomarse a la puerta vio cuatro hombres con fusiles AK-47, “de esos que en la tele llaman cuernos de chivo”, recordaría luego. “Venga con nosotros, no se resista o lo chingamos, sin pedos”, le dijeron. Minutos después viajaba agachado, con una punta de pistola clavada en su costilla. “Transfiera el dinero que recibirá mañana a la cuenta que aquí le marcamos o lo matamos”, fue la primera señal que tuvo de la filtración de su información confidencial. Estaba vendado y con cinta canela apretándole las manos. Lo subieron en un elevador y sobre un pasillo abandonado lo tuvieron 12 horas. “¿Quién les dijo sobre todo esto, quién?”, preguntaba. “ Ya sabe, don, usted firme si no quiere problemas”. Furioso, Alejandro gritó: “Pinche Adrián, eres tú. Salte de atrás de esa puerta, cabrón. No tienes los huevos para amenazarme y mandas a estos guarros a que me golpeen”. Horas después, con tres millones de pesos menos y varias contusiones más lo dejaron maniatado por la calle Emilio Carranza. Estaba confundido y dolido. Si su propio sobrino lo había traicionado, ¿en quién podría confiar?
Hasta entonces Alejandro había vivido rodeado de lujos y su apellido era bien conocido en la ciudad. Con su sobrino en las sombras cualquier paso en falso podía convertirse en otra pesadilla, y el 2011 había empezado igual que el anterior: de unos años para acá los pagos de extorsiones y los levantones eran el común denominador para los hombres de negocios de Monterrey. “No me pienso ir de mi ciudad. Muchísimo esfuerzo tuve que hacer para levantar esto y quisiera dejarle algo a mis tres hijos”, repetía Alejandro. “Aguantaremos hasta donde se pueda, si no, nos volamos para Houston”, le decía a sus hijos.
Pasaron los meses. Ahora desconfiaba de todos y cualquier situación atípica la veía como sospechosa. Muchos le decían que estaba paranoico, pero a él poco le importaba. “Vale madre lo que piensen, otra vez no me llevan”, decía. Se volvió más silencioso. Observaba detalles superficiales que antes le parecían tontos. Era consciente de que la gente murmuraba a sus espaldas. “Algo habrá hecho para que lo secuestren”, decían unos. “Seguro que debía dinero a los malditos”, repetían otros.
“¿Sabes qué es lo que más duele cuando te liberan? La indiferencia y los prejuicios de la sociedad. Que te digan tramposo por el sólo hecho de ser levantado. Que te traten con asco, con miedo y que te quiten el beneficio de la duda”, comentaría luego a M Semanal. “Lo único que te salva es tu fortaleza. Ser digno, eso es todo. Debes diferenciarte y hacer oídos sordos frente a la adversidad. Te repito, la dignidad es lo fundamental para seguir adelante”.
Llegó agosto y otro carro blindado lo visitó fuera de su casa. Era un BMW llamativo. Luego le causaría risa haber pensado que un carro así no sería utilizado por delincuentes; un razonamiento inocente. Desde al auto una seña bastó para que Alejandro se acercase con cautela. Un escalofrío le entumeció el cuerpo cuando escuchó: “Sobres, compadre, estás cerrando otro negocio y debes entregar una porción al comandante”. Las ganas de correr se convirtieron en una pelea con dos gorilas que se le tiraron encima, pero el resultado fue el de siempre: costillas rotas, la punta de los fusiles al pecho y gritos hasta enmudecer.
“Un poquito más compa, así… gracias. Tú sí sabes. A ver, mójame un poquito más, que hace calor”, desafiaba con una sonrisa el enojo desorbitado de un criminal que le había echado agua para despertarlo. “No le pegues más, wey, chíngate, que no te haga enojar, te está dominando el pinche ruco con su cabeza, ¿qué pedo contigo?”, recriminaba al subalterno el que tenía el mando. Esta vez las esposas le comían la piel, y lo tenían sentado en un banquito de madera más incómodo que el propio piso.
“Llévenlo al carro que vienen los jefes, apúrense”. Una orden que escuchaba Esparza a menudo y que lo hundía en el asiento trasero de un Sentra dos veces al día. Boca abajo la música de mariachis le reventaba los oídos. Así pasaba muchas horas, hasta que perdía la noción del tiempo. Sabía que su sobrino lo había traicionado otra vez; era la misma gente, y las conversaciones lo remitían al mismo grupo que operaba con Adrián desde hacía años.
Cuando lo sentaban otra vez en el banco la estrategia volvía a repetirse. Hacia afuera quería demostrar que tenía el control y que dominaba a los delincuentes. Hablaba seguro y en tono prepotente, aunque no llegaba a faltarles el respeto. Hasta que un día escuchó que le decían: “Muy chingón o qué, ya te cargó el payaso”. El metal frío de la pistola le hizo entender que lo iban a matar; varias veces lo habían amenazado pero nunca con ese tono. Hasta que el jefe de la banda dijo: “Ya déjalo, la firma de las escrituras está hecha. Amárrenlo de manos y pies y suéltenlo en el estacionamiento del Blockbuster de San Pedro”.
Para don Alejandro, lejos de terminar, la incertidumbre cotidiana volvía a comenzar.
Santiago Fourcade

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